HISTORIA DE MARBELLA, MÁLAGA |
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Información sacada de http://canales/diariosur.es
Esta localidad costasoleña, que gran parte de los estudiosos consideran la pretérita Salduba romana, creció en torno a su casco histórico, a su recinto amurallado. Despacio y quedamente al principio, y con una rapidez, y a veces descontrol, inusitados en este último siglo.
El muelle de hierro tenía 344 metros.
Fue desguazado para chatarra.
Aparte del casco histórico, destacan por su antigüedad dos barrios principales: el de San Francisco y el barrio Nuevo.
Marbella corre a pasos agigantados para convertirse en una conurbación cuya referencia más obvia serán sus 27 largos kilómetros de litoral. En esta era turística, en tiempos por suerte de bonanza, parece que la costa, la playa, constituye el eje sobre el que se vertebra el desarrollo inmobiliario, muy disgregado, muy esparcido, casi desparramado en un amplio y atractivo término municipal que desde Sierra Blanca se vuelca al mar. Pero no siempre fue así sino más bien justo al contrario, ya que los terrenos cercanos al mar, incluso los que se encontraban al sur de la ciudad fortificada, eran arenales apenas moteados por almacenes dedicados a la pesca, salazón o simple refugio para varar primitivos barcos de remo y vela latina. Marbella, como tantos otros pueblos que luego adquieren el marbete de ciudades, se ordena en torno al recinto amurallado, al castro fortificado que, si se quiere, constituye el primer barrio de la población. El que ahora llamamos casco antiguo o histórico. Aunque, ya saben, el centro nunca se consideró barrio.
Los primeros barrios, en sentido estricto, nacen de los arrabales o aduares, en los aledaños allende las almenas. La ciudad demanda espacio vital, tierra y viviendas, y lo que en un principio constituyen asentamientos de urgencia, casi de vivaqueo, terminan por convertirse en sedentarios, cobran su propia personalidad, consolidan su propio estilo. Marbella, como tantas otras poblaciones, no fue una excepción y con el paso del tiempo mantuvo un desarrollo fecundo en su población y arquitectura que conformó los barrios Alto o de San Francisco, al norte de las murallas, en torno a lo que hoy sería la calle Ancha, y el Nuevo, por la parte de Levante, que es más moderno. Luego han surgido muchos más, pero ya básicamente en este siglo que, si se nos apura, no dejan de ser prolongaciones de estos grandes barrios matriz. Así, Leganitos, El Pilar o Miraflores parecen flecos naturales del de San Francisco y otro tanto pasaría con la Divina Pastora, o incluso con Las Albarizas, por donde la ciudad crece en torno al barrio Nuevo.
La urbanización de la antigua Marina, de la franja litoral más cercana al casco histórico y a la muralla sur, que coincide con la expansión del casco, va muy ligada al fenómeno turístico. De hecho, toda esta zona se considera parte del centro de la ciudad, aunque en realidad poco tenga que ver con el casco histórico. Existen otras barriadas peculiares, con sabor propio, pero también constituyen casos muy limitados y recientes en la historia de Marbella. Merece la pena destacarse la de La Bajadilla, en torno al puerto pesquero, donde se crearon apenas hace cuarenta años unas casas para alojar a los hombres de la mar y unos diques con los que librar a sus barcos del embate de las olas.
San Pedro Alcántara, al que dedicaremos capítulo aparte en el próximo número, es otra historia. La antigua colonia agrícola creada en 1860 por el marqués del Duero nació como núcleo urbano, perfectamente diseñado y reticulado. Tenía todos los servicios que se podían demandar y cuando el sueño agrícola se marchitó, dio origen a una localidad pujante. Y en medio, una macrourbanización: Nueva Andalucía.
CASCO HISTÓRICO. La traza básica del casco antiguo de Marbella viene dada por su cerca árabe. Bien es cierto que los estudiosos han hallado en el propio corazón de la antigua ciudad inequívocos vestigios romanos, pero su escasez no permite hacernos una idea de la dimensión del núcleo primitivo. Las propias murallas del castillo evidencian la capacidad musulmana para reciclar materiales: existen cuatro capiteles jónicos incrustados en el testero sur, el que da a calle Trinidad (antes sólo se veía uno y ahora, tras eliminar las edificaciones parásitas adosadas al lienzo, han quedado visibles los otros) o los propios sillares de la fortaleza.
El muelle de hierro tenía 344 metros.
Fue desguazado para chatarra.
Aparte del casco histórico, destacan por su antigüedad dos barrios principales: el de San Francisco y el barrio Nuevo.
Marbella corre a pasos agigantados para convertirse en una conurbación cuya referencia más obvia serán sus 27 largos kilómetros de litoral. En esta era turística, en tiempos por suerte de bonanza, parece que la costa, la playa, constituye el eje sobre el que se vertebra el desarrollo inmobiliario, muy disgregado, muy esparcido, casi desparramado en un amplio y atractivo término municipal que desde Sierra Blanca se vuelca al mar. Pero no siempre fue así sino más bien justo al contrario, ya que los terrenos cercanos al mar, incluso los que se encontraban al sur de la ciudad fortificada, eran arenales apenas moteados por almacenes dedicados a la pesca, salazón o simple refugio para varar primitivos barcos de remo y vela latina. Marbella, como tantos otros pueblos que luego adquieren el marbete de ciudades, se ordena en torno al recinto amurallado, al castro fortificado que, si se quiere, constituye el primer barrio de la población. El que ahora llamamos casco antiguo o histórico. Aunque, ya saben, el centro nunca se consideró barrio.
Los primeros barrios, en sentido estricto, nacen de los arrabales o aduares, en los aledaños allende las almenas. La ciudad demanda espacio vital, tierra y viviendas, y lo que en un principio constituyen asentamientos de urgencia, casi de vivaqueo, terminan por convertirse en sedentarios, cobran su propia personalidad, consolidan su propio estilo. Marbella, como tantas otras poblaciones, no fue una excepción y con el paso del tiempo mantuvo un desarrollo fecundo en su población y arquitectura que conformó los barrios Alto o de San Francisco, al norte de las murallas, en torno a lo que hoy sería la calle Ancha, y el Nuevo, por la parte de Levante, que es más moderno. Luego han surgido muchos más, pero ya básicamente en este siglo que, si se nos apura, no dejan de ser prolongaciones de estos grandes barrios matriz. Así, Leganitos, El Pilar o Miraflores parecen flecos naturales del de San Francisco y otro tanto pasaría con la Divina Pastora, o incluso con Las Albarizas, por donde la ciudad crece en torno al barrio Nuevo.
La urbanización de la antigua Marina, de la franja litoral más cercana al casco histórico y a la muralla sur, que coincide con la expansión del casco, va muy ligada al fenómeno turístico. De hecho, toda esta zona se considera parte del centro de la ciudad, aunque en realidad poco tenga que ver con el casco histórico. Existen otras barriadas peculiares, con sabor propio, pero también constituyen casos muy limitados y recientes en la historia de Marbella. Merece la pena destacarse la de La Bajadilla, en torno al puerto pesquero, donde se crearon apenas hace cuarenta años unas casas para alojar a los hombres de la mar y unos diques con los que librar a sus barcos del embate de las olas.
San Pedro Alcántara, al que dedicaremos capítulo aparte en el próximo número, es otra historia. La antigua colonia agrícola creada en 1860 por el marqués del Duero nació como núcleo urbano, perfectamente diseñado y reticulado. Tenía todos los servicios que se podían demandar y cuando el sueño agrícola se marchitó, dio origen a una localidad pujante. Y en medio, una macrourbanización: Nueva Andalucía.
CASCO HISTÓRICO. La traza básica del casco antiguo de Marbella viene dada por su cerca árabe. Bien es cierto que los estudiosos han hallado en el propio corazón de la antigua ciudad inequívocos vestigios romanos, pero su escasez no permite hacernos una idea de la dimensión del núcleo primitivo. Las propias murallas del castillo evidencian la capacidad musulmana para reciclar materiales: existen cuatro capiteles jónicos incrustados en el testero sur, el que da a calle Trinidad (antes sólo se veía uno y ahora, tras eliminar las edificaciones parásitas adosadas al lienzo, han quedado visibles los otros) o los propios sillares de la fortaleza.
El arqueólogo Carlos Posac, uno de los grandes estudiosos del pasado marbellero, reseña la existencia de sillares de piedra prismáticos donde se observan hasta las mellas de su ensamblaje primitivo. ¿Procedentes de un templo?, elucubra. También había vestigios de cimientos romanos, de dura argamasa, y se habla (Vázquez Clavel, en 1781) de restos de termas, mal atribuidas a los fenicios. Debían ser romanas. Fuera del casco existen aún vestigios más señeros, como la villa romana de río Verde o las termas de Las Bóvedas, en Guadalmina Baja. Pero el casco histórico, a falta de otro tipo de datos más remotos, aparece perfectamente definido e integrado en la Marbella musulmana. El cronista oficial de la ciudad, Fernando Alcalá, calcula que abarcaba una superficie de unos 90.000 metros cuadrados, la mayor parte dentro de la muralla que lo circundaba y guarecía. El perímetro amurallado tenía tan sólo tres puertas de entrada: la de Málaga (al este), la de Ronda (al norte) y la de la Mar (al sur). Constaba de dieciséis torres de defensa y vigía. Y dentro de la ciudad, el castillo y la ciudadela, el que actualmente conocemos, con las torres de la Vela, Cubo, Chorrón o de la Puente Levadiza, por citar algunas de gran porte.
Marbella era, por tanto, un dédalo de calles estrechas, muy al estilo árabe, un laberinto inextricable que perdió sólo parte de su fisonomía tras la conquista de los Reyes Católicos en la campaña de Granada. Pero quedan vestigios evidentes de aquel alambicado diseño de ciudad, marchamo del encanto actual. Cuando hablamos de casco histórico, de barrio viejo, piensen que siempre nos referimos a una zona muy pequeña comparada con lo que hoy se entiende por centro de la ciudad. De Ramón y Cajal para arriba, y apenas circundada por las calles Huerta Chica, Peral, Chorrón, Portada, Muro y Tetuán (es, evidentemente, un contorno aproximado). El castillo, del que se conserva maltrecha gran parte, es el elemento aglutinador de la urbe. Construido en la época califal, a finales del siglo X, fue ampliado por los nazaríes ya en el siglo XIV. Tiene planta rectangular de 90 por 160 metros. No han resistido la guadaña del tiempo todas sus torres originarias y hasta tiene un apósito infame en forma de almenas que le colocaron en los años cincuenta. Pero es, con diferencia, el monumento más importante del casco antiguo y de la ciudad.
La conquista de los Reyes Católicos (en realidad, sólo Fernando, que Isabel andaba con la intendencia y pertrechos para el asedio a Granada) traerá grandes cambios. De entrada, dan a Marbella el título de ciudad, la convierten en cabecera de comarca y en realenga. Distribuyen entre fieles, nobles y clérigos las casas de la urbe y se produce una sustancial metamorfosis en su fisonomía. No sólo se refuerzan y restauran las murallas, sino que empiezan a levantarse capillas, iglesias, conventos, casas señoriales y a abrir nuevos espacios urbanos. El trabajo más importante se desarrolla durante el siglo XVI. Cerca del sur del castillo se construye el convento de la Santísima Trinidad, del que aún sobreviven milagrosamente unas arcadas de su claustro, y donde tras estar cautivo en Argel se repuso, tras su rescate, el mismísimo Miguel de Cervantes. Se levantan el hospital San Juan de Dios, dedicado a los forasteros que cayeran enfermos, y el hospital Bazán, que se funda en 1573 a la muerte del antiguo alcaide Alonso de Bazán. Bazán entrega sus casas para construir este lugar donde recogen a los menesterosos bajo la advocación de la Encarnación. Hoy esta preciosa edificación, con un torreón de teja, cal y artesonado que troquela su belleza en el azul del cielo, alberga felizmente el Museo del Grabado Español y Contemporáneo. Pero sin duda, tal como bien refleja Alcalá, la impronta «cristiana» se notó sobre todo para la planta futura de la villa en la creación de lo que constituiría durante siglos (y aún hoy se le reconoce tal cualidad) el corazón de la ciudad: la plaza de Los Naranjos. Fue, en todo caso, la actuación más ambiciosa y perdurable, ya que podemos apreciarla ahora, tantos siglos después, casi en su estado primigenio. Se derribaron casas para conformar la plaza, se construyeron la ermita de San Jacobo o de Santiago, desalineada de la propia cuadra, el antiguo Ayuntamiento (hoy despacho de la Alcaldía y sala de comisiones), la cárcel (que fue demolida y en su solar se levanta el nuevo edificio consistorial), la gran fuente y la calle Nueva, amplia y diáfana para la constreñida trama de la ciudad árabe, que pretendía enlazar a modo de gran acceso el centro de la ciudad con la Puerta del Mar. En el nuevo y recio espacio, de piedra y blasón, destacarían la Casa del Corregidor y varias mansiones del entorno de la misma plaza. O, ya en 1618, la propia iglesia de la Encarnación, de unas dimensiones y estampa deslumbrantes para la época.El crecimiento y mejora de las construcciones prosigue en época de los Austrias. En el siglo XVI la ciudad contaba con unas 800 casas repartidas por 44 calles, cuatro plazuelas y una única y amplia plaza. Y hasta se distinguían barrios dentro del perímetro amurallado: el de Pedraza (a poniente), el de Puerta del Mar (al sur) y el propio del Castillo. La plaza de Los Naranjos tuvo muchos nombres: Mayor, de la Constitución, de Fernando VII, de Isabel II, del 7 de Septiembre... y seguramente de innumerables monarcas. Ha sido el centro de la vida social de Marbella durante siglos. En su contorno también se hallaban la alhóndiga —el almacén de trigo— y la casa de la familia Domínguez, donde nacería José López Domínguez, ilustre vecino que llegaría a presidente del Gobierno. Un antiguo mesón fue demolido en 1938. En todo caso, el entorno de la plaza, así como sus calles recoletas, apenas si han variado en lo esencial. De ahí el encanto del que fuera, permítase la licencia, el primer barrio de Marbella.
BARRIOS DE MARBELLA
El crecimiento y mejora de las construcciones prosigue en época de los Austrias. En el siglo XVI la ciudad contaba con unas 800 casas repartidas por 44 calles, cuatro plazuelas y una única y amplia plaza. Y hasta se distinguían barrios dentro del perímetro amurallado: el de Pedraza (a poniente), el de Puerta del Mar (al sur) y el propio del Castillo. La plaza de Los Naranjos tuvo muchos nombres: Mayor, de la Constitución, de Fernando VII, de Isabel II, del 7 de Septiembre... y seguramente de innumerables monarcas. Ha sido el centro de la vida social de Marbella durante siglos. En su contorno también se hallaban la alhóndiga —el almacén de trigo— y la casa de la familia Domínguez, donde nacería José López Domínguez, ilustre vecino que llegaría a presidente del Gobierno. Un antiguo mesón fue demolido en 1938. En todo caso, el entorno de la plaza, así como sus calles recoletas, apenas si han variado en lo esencial. De ahí el encanto del que fuera, permítase la licencia, el primer barrio de Marbella.
BARRIO DE SAN FRANCISCO. El origen del que luego se denominaría barrio de San Francisco lo atribuye Fernando Alcalá inicialmente a la existencia de un suburbio a la izquierda del camino de Ronda, fuera del recinto amurallado. Dice que este arrabal («Rabad») debió estar habitado «por refugiados y gente pobre», lo que explicaría el nombre de una de las calles más cercanas, que es la de Aduar. También, bastante más al norte, en la calle Atarazanas, sitúa la posible actividad gremial de cordeleros musulmanes. Tras la toma de la ciudad, esta zona debía estar consolidada ya que más arriba se erigieron la ermita del Cristo de la Veracruz, hoy del Santo Cristo, y el convento de San Francisco, que no se conserva pero que daría nombre posterior a todo el barrio.
Los últimos vestigios del convento fueron demolidos en 1950, aunque ya sólo existían sillares de los muros. Fue probablemente construido a finales del siglo XVI y Francis Carter, el famoso viajero romántico inglés, lo atribuye a una fundación de los Reyes Católicos. Lo poblaban franciscanos mendicantes que vivían de limosnas y del fruto de sus huertos y siembras. Un dibujo del propio Carter puede darnos una cierta idea de la entidad de este convento, que pinta enorme, como un auténtico vergel aún alejado de las calles del barrio que crece adosado a la muralla norte. Se adivinan palmeras, numerosos árboles frutales y cipreses de alto porte. Tuvo desigual suerte y en la guerra de la Independencia los franceses lo utilizaron de cuartel general (era una buena atalaya). Cuando llegó la desamortización de Mendizábal, su deterioro y ruina económica, recibió la puntilla. A mediados del siglo XIX era sólo un montón de cascotes. El Obispado de Badajoz aprovechó el solar para construir en 1925 un seminario y, al final, ha terminado como albergue juvenil.La ciudad avanzaba hacia el norte en una zona en la que aparecen las primeras huertas y cultivos, sobre todo dedicados a la vid, que se convertiría en base de la economía rural. Las haciendas contaban con sus propios lagares. Y también surgen mansiones de hacendados con sus típicas atalayas, que pueden observarse en calles como Ancha o Lobatas.
La ciudad, como ya se ha apuntado, queda constreñida por las murallas y tiene que crecer hacia fuera. En el censo elaborado en la época de los Austrias, en 1561, ya se hablaba de intramuros y del aduar, que hoy entenderíamos como el germen del barrio de San Francisco. Dentro se contabilizan (uno por uno y señalando profesión) 472 vecinos y en el arrabal, 168. El historiador Nicolás de Cabrillana, autor de un excelente trabajo sobre la ciudad en el Siglo de Oro, sostiene que, pese a los evidentes cambios en el núcleo, la ciudad no había variado mucho su traza nazarí, aunque en 1560 ya aparecen las murallas recubiertas de viviendas particulares (casi las mismas que ahora se han derribado). Eso sí, el proletariado urbano era el que habitaba extramuros, con la calle Real, luego Ancha, como principal arteria.
La mayor parte de las casas se alquilaba por un mes, lo que da cierta idea de la precaria economía de los que no podían traspasar la muralla.
Los últimos vestigios del convento fueron demolidos en 1950, aunque ya sólo existían sillares de los muros. Fue probablemente construido a finales del siglo XVI y Francis Carter, el famoso viajero romántico inglés, lo atribuye a una fundación de los Reyes Católicos. Lo poblaban franciscanos mendicantes que vivían de limosnas y del fruto de sus huertos y siembras. Un dibujo del propio Carter puede darnos una cierta idea de la entidad de este convento, que pinta enorme, como un auténtico vergel aún alejado de las calles del barrio que crece adosado a la muralla norte. Se adivinan palmeras, numerosos árboles frutales y cipreses de alto porte. Tuvo desigual suerte y en la guerra de la Independencia los franceses lo utilizaron de cuartel general (era una buena atalaya). Cuando llegó la desamortización de Mendizábal, su deterioro y ruina económica, recibió la puntilla. A mediados del siglo XIX era sólo un montón de cascotes. El Obispado de Badajoz aprovechó el solar para construir en 1925 un seminario y, al final, ha terminado como albergue juvenil.La ciudad avanzaba hacia el norte en una zona en la que aparecen las primeras huertas y cultivos, sobre todo dedicados a la vid, que se convertiría en base de la economía rural. Las haciendas contaban con sus propios lagares. Y también surgen mansiones de hacendados con sus típicas atalayas, que pueden observarse en calles como Ancha o Lobatas.
La ciudad, como ya se ha apuntado, queda constreñida por las murallas y tiene que crecer hacia fuera. En el censo elaborado en la época de los Austrias, en 1561, ya se hablaba de intramuros y del aduar, que hoy entenderíamos como el germen del barrio de San Francisco. Dentro se contabilizan (uno por uno y señalando profesión) 472 vecinos y en el arrabal, 168. El historiador Nicolás de Cabrillana, autor de un excelente trabajo sobre la ciudad en el Siglo de Oro, sostiene que, pese a los evidentes cambios en el núcleo, la ciudad no había variado mucho su traza nazarí, aunque en 1560 ya aparecen las murallas recubiertas de viviendas particulares (casi las mismas que ahora se han derribado). Eso sí, el proletariado urbano era el que habitaba extramuros, con la calle Real, luego Ancha, como principal arteria.
La mayor parte de las casas se alquilaba por un mes, lo que da cierta idea de la precaria economía de los que no podían traspasar la muralla.
El siglo XVIII consolida la expansión del barrio Alto, en el que el arrabal ya cede el paso a calles, empedradas y con fuentes, y casas señoriales con pozos y primorosos patios interiores. Hoy pueden observarse aún sin embozo, porque conservan los elementos genuinos de su pasado. A mediados de siglo la ciudad contaba con 806 casas habitables, de las cuales ya un amplio porcentaje se situaba en esta parte de la ciudad. No sólo se construyeron templos en el casco histórico, sino en esta zona, como la ermita de San Sebastián, situada en la calle Ancha, de la que no se conserva ningún vestigio. Más al norte, el barrio Alto crece con haciendas en las que empiezan a compatibilizarse la uva con la caña de azúcar y los olivos. Ya se detallan el molino de aceite y el trapiche de azúcar de Tomás Domínguez en el «partido» de San Francisco y, más al norte, el trapiche de la Inquisición de Granada. La calle, entonces camino de recuas que enlazaba con el barrio Alto, con su frontera que era el ahora Leganitos, se llama actualmente Trapiche.
BARRIO NUEVO. Todos le han llamado siempre El Barrio, aunque en realidad es el barrio Nuevo porque ya existía bastante antes el de San Francisco. Piensen que cuando la gente tenía que vivir allende las murallas aún existía el peligro de la Berbería, de sus razias, por lo que, puestos a asentarse con dudoso cobijo, se optaba por estar lo más alejado posible de la playa, con las murallas y la guarnición de por medio. O sea, al norte. El barrio, sin embargo, nace junto al arroyo de la Represa, hoy embovedado, en el entorno de la puerta de Málaga que era la entrada obvia desde el este a la fortaleza. Incluso en esta zona existía una barbacana, una defensa adelantada que se perdió. El núcleo de viviendas empieza a desarrollarse cuando el poder corsario decae y se cuentan con mejores defensas costeras, tachonada de torres almenaras de vigilancia que permitían refugiarse con tiempo en el recinto. El propio arroyo de la Represa o la cimera vista del castillo son elementos que parecen constituir una falla que separa el barrio de la ciudad noble. Dice Alcalá que empezó a cobrar identidad en el siglo XVIII, pero que no sería hasta el siguiente cuando se asiente. Por suerte algo queda y no ha sido engullido por la vorágine de este siglo, lo que permite hacernos una idea de cómo era este modesto enclave extramuros. Prácticamente todas las casas, simples en su factura, con cal, teja y vigas de madera, tenían un huerto y una pequeña cuadra o corral. El Barrio estaba comprendido entre el propio arroyo de la Represa, que se utilizó hasta este siglo como lavadero comunal (también había actividades de tenerías y curtidos), el camino de Málaga, más o menos la actual calle con el mismo nombre, y lo que hoy sería la carretera de la ciudad, que viene a coincidir con el testero sur del perímetro amurallado. El Barrio se distribuía en torno a cinco calles principales, trazadas cartesianamente: del Río, San Cristóbal, San Ramón, de la Luna y Lucero. El puente de Málaga, el enlace natural con la ciudad, fue volado durante la guerra de la Independencia. Fue reconstruido para en 1965 volverlo a demoler, esta vez sin cañonazos, y embovedar definitivamente el arroyo.
LA ALAMEDA. Este capítulo dedicado a los principales barrios de Marbella no puede concluir sin hacer referencia a un espacio urbano que jugó un papel sustancial en el desarrollo sur de la ciudad: La Alameda. A caballo entre La Marina y el casco antiguo, donde ya de hecho se le incluye, La Alameda se convirtió a partir de este siglo en el epicentro de la vida vecinal, aunque se tienen referencias de su amplitud y belleza, entonces terriza y más frondosa, desde el siglo XVIII. Abarcaba unos20.000 metros cuadrados y llegaba desde la propia muralla hasta La Marina, más o menos a la altura del actual paso subterráneo de la avenida del Mar. Constituía una zona verde portentosa, amplia y diáfana, que permitía espléndidas vistas de Gibraltar y la costa africana, así como de la imponente Sierra Blanca. La Alameda fue desgajando terrenos para usos como el minero, con la instalación de almacenes y del tren del mineral que desembocaba en el desaparecido muelle de hierro, o también para abrir nuevas calles o construir el edificio del casino recreativo. Pero, paralelamente, ganó en importancia con el desplazamiento del centro de gravedad de la vida ciudadana hacia el sur. La Alameda se remodeló varias veces, entre ellas a mediados del XIX y se asfaltó el paseo en 1930.